Como todos los grandes poetas, Emily Dickinson supo que el poema es un instrumento de resonancias y para captar el ritmo, la línea melódica, esa respiración y poder llegados de otro lado, dispuso la atención de su oído, su piano, su apparatus de escritura. ¿Está mi poema vivo?, preguntaba en otras de sus cartas al maestro Higginson, y especialmente, precisa luego, la pregunta está dirigida a saber si el poema “respiraba”. Con el mapa rítmico del poema tiene que vérselas el traductor de poesía y con Benjamin decimos que debe estar atento a la manera- de –decir o de repetir, hemos agregado, del poema, atento a sus silencios y a su inestable e inesperado sentido. Porque el ritmo mueve el sentido unívoco del diccionario para cada una de las palabras del poema: lo muta, lo dinamiza, lo transforma; y las palabras se conectan entre sí en relaciones de condensación y matización marcadas por dicho ritmo. El traductor se convierte así en equilibrista de la repetición, y debe estar atento a esas intensidades que provienen del ritmo para abstraer el fantasma de la partitura suspendida o mapa rítmico, que debe trasladar y alojar en una nueva lengua y en nueva forma, que haga que el lector un eco de la respiración del original. Sólo a eso podemos aspirar y es mucho. El traductor se mueve entre las posiciones de lector- crítico y hacedor de forma, siempre en actitud de escucha flotante, para disponer él también su oído a la escucha atenta de lo que el ritmo original le dicta, dejando de lado prejuicios y preconceptos que pudieran velarle la extrañeza que desde su partitura le llega. En esa instancia combate con sus propios fantasmas, que el lector de una traducción puede captar en las elecciones repetidas de un traductor. Siempre es posible preguntarse qué prejuicios se mueven detrás de esas elecciones, qué veladuras de la cultura de época, qué sometimientos al canon tradicional o de género.

Desechamos las figuras del traductor explicador, traductor narcisista, traductor regionalizador (todos ellos de fuerte intervención sobre el texto original) para elegir con Benjamin, la del traductor invisible: el que suspende al máximo los límites de su lectura ambigua del original, sin neutralizar su extrañeza, sin domesticarlo o interpretarlo, con el objetivo- inútil a nuestro juicio- de hacerlo más “asimilable” para el lector. Dicha invisibilidad implica una tarea preciosista y minuciosa con los diccionarios, con los estados de la lengua (el de la lengua original y, la del traductor), y sobre todo y ante todo con la forma, con el mapa rítmico que el poema despliega. Llamamos a esa tarea literalidad productiva. Porque sabemos que en toda traducción algo se transforma, algo se pierde y se enciende en el pasaje entre las lenguas; pero insistimos en una delicada tarea, alejada de cualquier voracidad del mercado, que mantenga en el mayor grado posible lo indecible del poema, su singularidad, en la devoción a esa forma hallada”

Muschietti, Delfina: Dossier “Poesía y Traducción”. Revista del Departamento de Letras. Universidad de Buenos Aires.