Qué hay en el lenguaje poético de Alda Merini que, sin bastar para dar cuenta de su existencia singular, transforma esa condición de hipersensibilidad y dolor por medio de la materia de su poesía? ¿Es su existencia la que dicta sus poemas? ¿Son los poemas quienes dictan su existencia? ¿Todo ello o nada de ello? “Estoy bastante familiarizada para entender dónde comienza la patología y dónde inicia la poesía. Son dos momentos muy diversos”, dice Alda Merini.
Alda Merini permaneció internada diez años en el manicomio y su relato postrero podría ser suficiente para una biografía literaria no exenta de lógica y pulcritud, en la cual su obra poética sería el resultado de los horrores padecidos. Pero, de hacerlo así, estaríamos conformando una ley del todo absurda: que la locura produce por antonomasia arte, que todo aquel que padece en extremo y se enajena escribe, que está prohibida toda forma de singularidad en la locura y, aún más, que entre la locura y la escritura hay una relación estética naturalmente indisociable.
Ella escribía poesía antes de la internación y continuó haciéndolo después. No enloqueció porque ya escribía poesía y su poesía no mejoró bajo el influjo de los tratamientos. Niega, una y otra vez, ese vínculo romántico y desacertado entre demencia y escritura: “Desde luego no ha sido la psiquiatría quien me enseño a escribir. No es la poesía la que hace enloquecer, son las circunstancias de la vida: no todos los locos son poetas. Yo soy loca como persona, pero excelsa como poetisa. He escogido la poesía para huir del mundo”.
En su diario L´altra verità, publicado originariamente en 1986, Alda Merini relata el abandono de la escritura durante la internación: la humillación permanente, el insomnio indeseado, las torturantes sesiones con drogas experimentales, la aplicación de electroshocks, la indecencia de la desnudez permanente o el mal vestido, el hambre, el ser amarrada día y noche a la cama, el abandono de la familia entre muchas otras situaciones de dolor, no daban paso a ninguna forma ni fórmula de la poesía.
Pero sí de amor.
Pues ¿qué puede enseñar el dolor, el dolor injusto, el dolor segundo- la incomprensión, la desidia, la injusticia -que se ejecuta sin miramientos sobre el dolor primero- el desamor, el desarraigo, la internación-? “El dolor es tener que esconderse para no disgustar a los otros”.
La experiencia de no hacer nada durante días y días, sometida a las burlas y la agresividad sistemática de médicos y enfermeros, la violencia entre los propios internos, o simplemente el hecho de abrir la boca, no hacían más que dejarla postrada en un estado de honda pena o profunda divagación alucinatoria.
Allí no hay escritura ni hay lectura, aunque Alda Merini nombra al Psiquiátrico como Tierra Santa, sí, pero una Tierra Santa sacudida por la ausencia de existencia, por la fantasmagoría, por la práctica cotidiana del abuso extremo y por aquellas imágenes celestiales atiborradas de culpa y castigo.
Fragmento extraído del libro: Skliar, Carlos: “La Inútil Lectura”. Ed. Waldhuter. Buenos Aires. 2019.