Agota Kristof
Selección de algunos capítulos del libro original.
Inicios
Leo. Es como una enfermedad. Leo todo lo que cae en mis manos, bajo los ojos: diarios, libros escolares, carteles, pedazos de papel encontrados por la calle, recetas de cocina, libros infantiles. Cualquier cosa impresa. Tengo cuatro años. La guerra acaba de empezar. Vivimos en un pueblo de Hungría que no tiene estación, ni electricidad, ni agua corriente, ni teléfono. Mi padre es el único maestro de este lugar.
De la palabra a la escritura
Las ganas de escribir vendrán más tarde, cuando el hilo de plata de la infancia se haya quebrado, cuando vengan los días malos y lleguen los años de los que diré “no me gustan”. Cuando separada de mis padres y de mis hermanos, ingreso en un internado de una ciudad desconocida donde, para soportar el dolor de la separación, sólo me queda una solución: escribir.
Lengua Materna y lengua extranjera
Al principio, no había más que una sola lengua. Los objetos, las cosas, los sentimientos, los colores, los sueños, las cartas, los libros, los diarios, estaban en esa lengua.
Yo no podía imaginar que pudiera existir otra lengua, que un ser humano pudiera pronunciar una palabra que yo no comprendiera.
Decían que los gitanos, instalados en las afueras del pueblo, hablaban otra lengua. Que en la taberna tenían los vasos marcados, vasos que sólo eran para ellos.
Se decía que se llevaban a los niños, es cierto que robaban muchas cosas pero cuando pasábamos por delante de las casas construidas con adobe y veíamos la cantidad de niños, nos preguntábamos por qué iban a robar más niños.
Cuando tenía nueve años, nos mudamos a una ciudad fronteriza en la que al menos la cuarta parte hablaba la lengua alemana. Para nosotros, los húngaros, era una lengua enemiga ya que nos recordaba a la dominación austríaca y también era la lengua de los militares extranjeros que en esa época ocupaban nuestro país.
Un año más tarde, en el 1945, fueron otros militares que ocuparon nuestro país. La lengua rusa se volvió obligatoria en las escuelas, las demás lenguas, el francés, el inglés y el alemán fueron prohibidas.
Los profesores la desconocen y no tienen ganas de aprenderla ni de enseñarla. Los alumnos tampoco tienen ganas de aprender la lengua rusa.
Asistimos aquí a un sabotaje intelectual nacional, a una resistencia pasiva natural, no concertada pero muy evidente. Con la misma falta de entusiasmo son enseñadas y aprendidas la geografía, la historia y la literatura de la Unión Soviética. De las escuelas sale una generación de ignorantes.
La Muerte de Stalin
Marzo de 1953, Stalin ha muerto.
Cuántas víctimas, tenía sobre su conciencia. Nadie lo sabe.
En Rumania aún se cuentan los muertos.
En Hungría había 30.000, en el año 1956.
Lo que nunca se pudo medir fue el papel nefasto que ejerció su dictadura en la filosofía, el arte y la literatura de nuestros países. Imponiendo su ideología la Unión Soviética ha intentado ahogar a nuestras culturas e identidades.
Personas Desterradas
Tengo 21 años. Estoy casada desde hace dos años y tengo una niñita de cuatro meses. Atravesamos el límite entre Hungría y Austria una noche de noviembre, precedidos por un pasador de fronteras. Se llama José, lo conozco bien.
Somos un pequeño grupo compuesto por una decena de personas, varias de las cuales son niños. Mi hijita duerme en brazos de su padre, y yo llevo dos bolsas. En una bolsa hay biberones, pañales, ropa para cambiar al bebé; en la otra, diccionarios. Despedimos a José, estamos en Austria.
Caminamos por el bosque. Mucho tiempo. Demasiado tiempo. Las ramas nos arañan la cara, caemos en los hoyos, las hojas muertas nos mojan los zapatos, nos torcemos los tobillos con las raíces, y los árboles, siempre los árboles. Tenemos la impresión de caminar en círculo.
Un niño dice:
Tengo miedo. Quiero volver. Quiero ir a la cama.
Otro niño llora.
Una mujer dice: estamos perdidos.
De repente, una luz nos ilumina y una voz dice: Alto!
Uno de los nuestros dice en alemán: Somos refugiados.
Nos responden: Nos lo imaginamos. Venid con nosotros.
Curiosamente, son pocos los recuerdos que conservo de todo aquello. Es como si todo hubiera sucedido en un sueño o en otra vida. Como si mi memoria se negara a recordar ese momento en el que perdí gran parte de mi vida.
Me dejé en Hungría mi diario de escritura secreta, y también mis primeros poemas. También dejé a mis hermanos, mis padres, sin avisarles, sin despedirme de ellos, sin decirles un adiós. Pero sobre todo, ese día, ese día de finales de noviembre del año 1956, perdí definitivamente mi pertenencia a un pueblo.
El Desierto
Desde el centro de refugiados en Zúrich somos distribuidos prácticamente por todo Suiza.
Así es, por casualidad, llegamos a Neuchâtel donde nos espera un departamento de dos habitaciones amueblado por los vecinos del pueblo.
Algunas semanas más tarde empiezo a trabajar en una fábrica de relojes.
Me levanto a la cinco y media. Después del desayuno, visto a mi bebé, yo también me visto y voy a esperar el autobús de las seis y media que me llevará a la fábrica. Dejo a mi niña en la guardería y la retiro a las cinco de la tarde. Luego de acostar a mi hija, lavo los platos de la cena, escribo un poco y me duermo.
En la fábrica, toda la gente es agradable. Me sonríen, me hablan, pero no entiendo nada.
Aquí es donde empieza el desierto. Desierto social, desierto cultural. A la exaltación de los días de la revolución que fue reprimida con eficaz contundencia por la Unión Soviética y la desesperación de nuestra huida, le siguen el silencio, el mal del país que nos pertenece, la falta de la familia y los amigos.
Cómo explicar, sin ofender, y con las pocas palabras que sé de francés que este bello país no es más que un desierto para nosotros, los refugiados, un desierto que hemos atravesado al que se llama “integración”, “asimilación”. Cuatro personas que formaban parte de mis conocidos se suicidaron durante los dos primeros años de nuestro exilio. Uno, con barbitúricos; otro con gas y dos con una soga. La más joven tenía 18 años y se llamaba Gisèle.
Cómo hacerse escritor
La fábrica, las compras, la niña, las comidas. Y la lengua desconocida. En la fábrica es difícil conversar. Las máquinas hacen demasiado ruido. Sólo se puede hablar en el cuarto de baño, mientras se fuma rápidamente un cigarrillo.
Mis amigas obreras me enseñan lo esencial. Por la noche, vuelvo con mi hija. Mi niñita me mira con los ojos como platos cuando le hablo en húngaro.
En una ocasión, se puso a llorar porque yo no la entendía, en otra ocasión porque era ella la que no me entendía.
Cinco años después de haber llegado a Suiza, hablo francés, pero no lo leo. Me he convertido en una analfabeta.
Yo, la que sabía leer cuando tenía cuatro años.
La Analfabeta
Conozco las palabras. Cuando las leo, no las reconozco. Las letras no corresponden a nada. El húngaro es una lengua fonética; el francés, todo lo contrario.
Pronto mi niña tendrá seis años, va a empezar a ir a la escuela.
Yo también empiezo. Empiezo de nuevo a ir a la escuela. A los 26 años me inscribo en los cursos de verano de la Universidad para aprender a leer.
El examen de ingreso es un examen escrito. Un desastre. Me ponen con los principiantes. No sé leer ni escribir. Soy una analfabeta.
Dos años más tarde, obtengo mi certificado de estudios franceses con diploma de honor.
Sé leer, de nuevo sé leer.
Puedo leer a Víctor Hugo, Rousseau, Voltaire, Sastre, Camus, Sade, todo lo que quiero en francés y también a otros no franceses pero traducidos.
Todo está lleno de libros, de libros comprensibles, por fin, también para mí.
Tendré aún dos hijos más. Con ellos ejercitaré la lectura, la ortografía, las conjugaciones.
Cuando me preguntan el significado de una palabra, o su ortografía, ya no diré más: No lo sé. Diré: Vamos a ver. Y voy a consultar en el diccionario, incansablemente, voy a consultar.
Me convierto en una apasionada del diccionario.
Sé que nunca escribiré el francés como lo escriben los escritores franceses de nacimiento, pero lo escribiré como pueda, lo mejor que pueda.
No he elegido esta lengua. Me ha sido impuesta por el destino, la suerte, las circunstancias.
Estoy obligada a escribir en francés. Es un desafío. El desafío de una analfabeta.
A.K.
Agota Kristof nace en Czikvánd, Hungría en 1935, país que abandona por razones políticas para instalarse en Suiza, donde muere en el año 2011. Ha escrito obras de teatro y de narrativa. Su primera novela, la cual se recomienda especialmente, titulada El Gran Cuaderno, escrita en francés en 1986, es la primera de una trilogía protagonizada por dos niños llamados Claus y Lucas, en un país en guerra ocupado por un ejército extranjero. Claus y Lucas son dados al cuidado de una de sus abuelas, a las que los vecinos llaman la Bruja. La barbarie del mundo que los rodea, los lleva a imitar la crueldad que ven en él. De una inteligencia superior serán capaces de utilizar cualquier recurso para sobrevivir y una vez superada la misma intentarán poner remedio a muchas de las situaciones que los rodean. Se completa la trilogía con La Prueba y la Tercera Mentira. Esta obra se sigue considerando su obra maestra, un retrato de la complejidad humana, un libro extraordinario sobre los horrores de la guerra y de los totalitarismos. Recibe por ella, el premio Alberto Moravia en Italia, el premio Keller y Schiller en Suiza y el premio Austríaco de Literatura Europea.