Agolpe tendido de mi caballo, cabalgaba entre los ventiladores. Tenía siete años. Nada resultaba más agradable que sentir aquel exceso de aire en el cerebro. Cuánto más silbaba la velocidad, más entraba el oxígeno arrasándolo todo.
Mi corcel desembocó en la plaza del Gran Ventilador, vulgarmente conocida como la plaza de Tiananmen. Dobló hacia la derecha, por el boulevar de la Fealdad Habitable.
Yo sujetaba las riendas con una sola mano. La otra se entregaba a una exégesis de mi inmensidad interior, elogiando ora la grupa del caballo, ora el cielo de Pekín.
La elegancia de mi cabalgadura dejaba sin salida a transeúntes, escupitajos, asnos y ventiladores.
No era necesario espolear mi montura. China le había creado a mi imagen y semejanza: era una entusiasta de las grandes velocidades. Carburaba con el fervor íntimo y la admiración de las masas.
Desde el primer día había comprendido el axioma: en la Ciudad de los Ventiladores, todo lo que no era espléndido era horrible.
Corolario inmediato: yo era la belleza del mundo.
Del libro: “El sabotaje amoroso”
“Todas las bellezas emocionan, pero la belleza japonesa resulta todavía más desgarradora. En primer lugar porque esa tez de lis, esos ojos suaves, esa nariz de aletas interminables, esos labios de contornos tan dibujados, esa complicada dulzura de sus rasgos ya bastan para eclipsar los rostros más logrados.
En segundo lugar, porque sus modales las estilizan y las convierten en una obra de arte que va más allá de lo racional.
Y, por último -y sobre todo- porque una belleza que ha sobrevivido a tantos corsés físicos y mentales, a tantas coacciones, sadismo, conspiración de silencio y humillaciones, una belleza así constituye un milagro de heroísmo”
Del libro: “Estupor y Temblores”
“La ausencia del hambre es un drama que nadie ha estudiado.
Al igual que esas enfermedades huérfanas por las que la investigación no se interesa, la no- hambre no corre el riesgo de despertar curiosidad: aparte de la población de Vanuatu, no afecta a nadie más.
Nuestra sobrealimentación occidental no tiene nada que ver con eso. Basta salir a la calle para ver gente muriéndose de hambre. Y, para ganarnos el pan, tenemos que trabajar. En nosotros el apetito es algo vivo.
En Vanuatu el apetito no existe. Allí se come por complacencia, con el fin de que la naturaleza, que en ese lugar resulta ser la única ama de casa, no se sienta excesivamente ofendida. Ella es la que se encarga de todo: el pescado se pone a guisar sobre una piedra ardiente de sol, y punto. Y, evidentemente está riquísimo, sin esfuerzo alguno- “no hay derecho”, tiene uno ganas de quejarse.
Observé un poco a los tres habitantes de esa despensa llamada Vanuatu: eran amables, corteses, civilizados. No destilaban ni el menor síntoma de agresividad: sentías que te hallabas ante una gente profundamente pacífica. Pero tenías la impresión de que estaban un poco hartos: como si nada les interesara. Su vida era un paseo a perpetuidad. Faltaba en ella el sentido de una búsqueda”.
Dijera lo que dijese la propaganda, Pekín tenía hambre. Menos, sin embargo, que el campo de los alrededores, donde la hambruna pura y dura hacía estragos. Pero, de todos modos, la vida en la capital consistía en buscar alimentos.
Fue en China donde descubrí un hambre hasta entonces desconocida: el hambre de los demás. Y, concretamente, el hambre de otros niños. En Japón, no había tenido tiempo para tener hambre de seres humanos”
Del libro: “Biografía del Hambre”
“Mamá nos llevó al mar. Un avión destartalado de la Bangladesh Biman me depositó en Cox´s Bazar, antigua estación termal de los tiempos de la colonización inglesa. Nos alojamos en lo que había sido un suntuoso hotel victoriano y del que solo quedaba una ruina habitada por enormes cucarachas. El lugar no carecía de encanto. (…)
Nos pasábamos el día en la playa. El golfo de Bengala era una belleza apocalíptica: nunca vi un mar tan agitado. No podía resistirme a la llamada de las inmensas olas: estaba dentro del agua de la mañana a la noche.
Eran jornadas de embriaguez. Encontraba la justificación a mi vida tuteando al cielo saliendo de las olas. Cuánto más gigantescas eran, más lejos me llevaban, más arriba me levantaban.
Un día, cuando ya llevaba unas horas dentro del agua, muy lejos de la orilla, mis pies fueron atrapados por numerosas manos. A mi alrededor nadie. Debía tratarse de las manos del mar.
Mi miedo fue tan grande que me quedé sin voz.
Las manos del mar ascendieron sobre mi cuerpo y me arrancaron mi traje de baño.
Yo me debatía con la energía de la desesperación, pero las manos del mar eran fuertes y numerosas.
A mí alrededor, seguía sin haber nadie.
Las manos del mar separaron mis piernas y entraron dentro de mí.
El dolor fue tan intenso que me devolvió la voz. Grité.
Mi madre me oyó y corrió a buscarme dentro de las olas, gritando de ese modo demencial con el que solo una madre puede gritar. Las manos del mar me soltaron.
Mi madre me tomó en sus brazos y me llevó hasta la playa.
A lo lejos, vimos salir del agua a cuatro indios de veinte años, de cuerpo delgados y violentos. Huyeron corriendo. Nunca más los encontraron. Nunca más volvieron a verme dentro de agua alguna.
La vida empeoró.
Del libro “Metafísica de los Tubos”
“Nunca entendí por qué le gustaba tanto verme comer, pero procedí con alegría. ¡Y pensar que algunos asesinan pulpos cuando hay caquis maduros que devorar! Su pulpa exaltada por el hielo tenía el sabor de un sorbete de piedras preciosas. La nieve posee un aturdidor poder gastronómico: concentra rápidamente los jugos y afina los sabores. Funciona como una cocción de una milagrosa delicadeza.
En el séptimo cielo, saboreé los caquis uno tras otro, con los ojos empañados de placer. No me detuve hasta que se me acabó la munición. El pañuelo estaba vacío.
Rinri me miraba fijamente, jadeante. Le pregunté si el espectáculo le había gustado. Levantó el furoshiki inmaculado y me tendió el minúsculo estuche de gasa escondido debajo. Lo abrí con un temor que se justificó inmediatamente: un anillo de platino con una amatista incrustada.”
Del libro: “Ni de Eva ni de Adán”
“En el aeropuerto, me siento ante una pantalla gigante que, en tiempo real, trasmite información metereológica de todo el mundo. Fascinada, permanezco ahí durante horas. Al caer la noche, subo al avión, con la cabeza llena de las temperaturas de Johannesburgo y de Helsinki. Me quedo dormida al instante.
Unas horas más tarde, me despierta la intuición de que debo mirar el paisaje: subo la cortina de la ventanilla y lo que descubro me deja sin aliento. El avión está sobrevolando las cimas del Himalaya, cuya blancura basta para iluminar las tinieblas. Estamos tan cerca de la cima que contengo la respiración ante la idea de tocar el Everest. En mi vida solo he tenido una visión tan sublime. Le doy gracias a Japón, que es a quien se la debo.
Permanezco pegada a la ventanilla, contemplando fijamente esos colosos nevados. La noche es una bendición, ya que hace posible esta vista: de día, la violencia de la luz me habría obligado a desviar la mirada.(…)
Acompaño a esos gigantes con tanto más éxtasis cuanto más ellos me ignoran. Responden a mi amor con la benévola indiferencia de las obras maestras. Resulta tan divino como leer un libro muy bueno: puedo sollozar de exaltación, al texto no le importa. ¡Cómo me gusta esa soledad del asombro! ¡Qué agradable no tener que rendirle cuentas a nadie frente al infinito!”
Del libro “La nostalgia feliz”