Aprendí a leer a los 4 años con la ayuda de mi mamá y aún conservo el gusto por los cuentos clásicos de los Hermanos Grimm y de Hans Christian Anderson y, particularmente, entre los libros de cuentos populares de tradición oral, un libro que encontré en la biblioteca de mi papá que se llama Cuentos Populares Italianos de Ítalo Calvino. Es una antología que le llevó dos años de trabajo y que describe como un viaje al país de las hadas. Creo que tenía unos doce años cuando lo leí por primera vez y todavía recuerdo la emoción que me produjo leer el cuento El lenguaje de los animales. Es la historia del hijo de un mercader llamado Bobo que aprende el lenguaje de todos los animales y, no voy a contarles de que manera, llega a ser elegido Papa, “uno de los mejores papas que jamás tuvo la iglesia”. En mi opinión, uno muy distinto al actual.
A los 15 años mi abuelo me regaló Ficciones y supe, más allá de todo entendimiento, que se podía hacer algo extraordinario con las palabras, incluso palabra por palabra, que lo fantástico se hallaba no sólo en imaginar y soñar sino en escuchar: “Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur”. Hace poco leí una entrevista a María Kodama en la que hablaba de esa misma experiencia. Para alguien muy joven un título como Tlön Uqbar Orbis Tertius es ciertamente un regalo fascinante y al mismo tiempo un primer acercamiento al misterio que encierra la literatura.
Después llegarían Hermann Hesse, Julio Cortázar, Alejandra Pizarnik, Edgard Allan Poe, Antón Chéjov, Franz Kafka y William Blake. Los autores clásicos y la literatura moderna combinados al azar, a veces eran lecturas desprolijas e interrumpidas, fragmentarias; epifanías literarias en palabras de James Joyce. Me encantaba curiosear bibliotecas, sentarme en el piso y leer los nombres de los autores, los títulos. Incluso en la escuela secundaria pasaba los recreos en la biblioteca, leyendo o ayudando a la bibliotecaria.
En la biblioteca de casa convivían fabulistas célebres con la literatura rusa, la ciencia ficción con algunos historietistas argentinos, el teatro de Henrik Ibsen con la poesía de Lord Byron y los poetas malditos. De la biblioteca de mi abuelo leí por primera vez la poesía completa de Silvina Ocampo. Y fue en una visita a la Feria del Libro que compré Cornelia frente al espejo, libro con el que emprendí una búsqueda más personal, mi propio camino como lectora. Recuerdo cuando leí el cuento Los libros voladores: “Yo defiendo los libros hasta la muerte. Dejaré de ser chico, seré grande y llevaré bajo el brazo un libro. ¡Es tan decorativo! ¡Tan cómodo! Si alguien me pregunta ¿qué hacés?, contesto: Estoy leyendo. ¿Tenés los ojos bajo el brazo? Idiota”.
Más tarde compré en la librería Gandhi La invención de Morel y experimenté la misma sensación que con Ficciones; es importante que suceda con el comienzo de un libro: “Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro: el verano se adelantó”. La escritora Elena Ferrante habla de “un comienzo que me dé la impresión de haber enfilado el camino correcto”
Me gusta leer en la cama porque es sin duda un espacio de intimidad y silencio; es más cómodo, el cuerpo está relajado y nos perdemos con más facilidad. Pero también leo en el subte o el colectivo y de a ratitos en la librería. Desde que trabajo en librerías trato de ser una lectora más prolija y al mismo tiempo tengo la posibilidad de comenzar y abandonar lecturas, de picotear. Soy fiel a mis intuiciones, a mis intereses, pero también estoy abierta y atenta a las recomendaciones de otros lectores, ya sean escritores, críticos, libreros o clientes. En estos últimos años leí a Natalia Ginzburg, Elsa Morante, Elena Ferrante y las menos conocidas Marisa Madieri (recomendación de un compañero librero) y Lorenza Mazzetti; todas italianas y a quienes recomiendo especialmente. En los últimos meses leí como en un arrebato a Agota Kristof (de quien había leído su libro Ayer), especialmente Claus y Lucas pero también La Analfabeta y No importa. También a las irlandesas Edna O’Brien y Maeve Brennan. De Chile, escritoras como Diamela Eltit y Lina Meruane.
Por mi trabajo conocí a Christa Wolf, Herta Müller, Irene Némirovsky, Svetlana Alexievich y a Maxie Wander pero también a Sara Gallardo, María Negroni, Ana Basualdo y Perla Suez. Estoy al día con muchas de las autoras jóvenes que tienen mayor repercusión pero reconozco que no me inclino de forma natural por la literatura contemporánea. Intento que un autor me indique las lecturas a seguir pero de pronto una novedad editorial tuerce el camino y una se encuentra con escritoras como Lucia Berlin, Mary Karr o Vivian Gornick y siempre releo a mis favoritas: Marguerite Duras, Clarice Lispector, las uruguayas Marosa Di Giorgio, Armonía Somers e Idea Vilariño, Virginia Woolf y Leonora Carrington entre otras.
Hablo de escritoras no sólo porque es el tema de este proyecto sino también porque en los últimos años se le ha dado una especial atención a la literatura escrita por mujeres. Porque en mí, como lectora, resuenan de manera diferente, me brindan un espacio de libertad y gratitud.
Tengo pensado retomar la lectura de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust y leer la trilogía Noviembre de 1918 que escribió Alfred Döblin. Y estoy intentando leer en inglés Franny and Zooey de J. D. Salinger.
Gretel Bohoslavsky