Ph. Mirta Salafia / Biblioteca de Celso/ Éfeso / Turquía / 2013

C

omo toda idea, es anterior, es invisible, se me presenta con arrugas. La miro, me mira y suspira. La aliento para que se quede, le hago un guiño de certeza inverosímil, creo que se hace la distraída, da unas vueltas por la casa y llega hasta mi biblioteca. Se posa al azar, quizás, la seducen los colores, sin querer se pierde entre las texturas de las tapas de los libros. No me equivoco, no hago más que acomodarme los lentes sobre mi nariz y al mismo tiempo que el sol invernal se aleja de la única ventana que la ilumina, ella los acaricia con suma reverencia. La miro, me mira y suspira. Esta vez, se da vuelta sobre su eje, me da la espalda. Se recuesta en el ángulo recto de un estante blanco de sombra como de luz casi por azar toma un libro y en un abrir y cerrar de párpados, vuela hasta Éfeso para entregarlo a su biblioteca en ruinas.

Como toda idea, es esquiva, caprichosa, va y viene cuando quiere. Me hace sentir que no me pertenece, me recuerda que solo es una imitación o copia vulgar de otras que supe tener. ¿Será que Platón tiene razón? Suena el celular, es un mensaje sobre vuelos baratos a Grecia y Turquía, la oferta es por pocas horas. Levanto la vista y la pequeña estatua del anteúltimo estante con sus paños húmedos, me guiña un ojo, ella sabe de los viajes, es una de las miles de réplicas baratas de la época bizantina que se vende por pocos euros, en la tiendita del museo. Me levanto, la tomo entre mis manos, me detengo en el antebrazo que le falta, me duele, la sostengo y reconoce un gesto de admiración. La miro, me mira y suspira. Sin soltarla, alzo la vista y me sorprendo por la trémula voz que se escucha. Es la doncella atrapada por una de las varillas que hace posible que su cabeza gire hacia la derecha o hacia la izquierda. Esta mujer es el amor de Rinaldo y juntos viven colgados en el borde superior del último estante. Sueña ser, cada verano, la pupi más seductora de la ópera en el teatro Enzo Mancuso de Palermo. La miro, me mira y suspira. Uno de los tantos caballeros de la Historia de Europa que recuerda Henri Pirenne, sale apresurado de la corte de San Luis para encontrase con Angélica, antes de partir a una de sus últimas cruzadas. Rinaldo comienza a despertarse y le avisa a Oliveros, su amigo imaginario que la rescate y la vuelva a colgar a su lado, en el borde superior del último estante de mi biblioteca. La miro, me mira y suspira. Tomando un poco de agua, los veo caminar sin ningún cuidado por las alturas, tomados del brazo, a Eleanora vestida de varón junto a Tiziano en la corte de Enrique, el casamentero. La miro, me mira y suspira. Ambos se desdibujan detrás del gran tomo de Historia del Arte de G, un clásico como tantos que no desconoce las formas manieristas de las mujeres para parecer ellas y otras a la vez. Sentada en el sillón giratorio del escritorio, hago un círculo completo y me encuentro con Hannah A. escribiendo apurada a su amiga Mary. Me molesta el humo de su cigarrillo, hace años que no fumo. Tiene el ceño fruncido y alguna marcada ojera. Dice estar preocupada por el tema del juicio a E. y por la última discusión que sobre el tema mantuvo con su siempre mal amante de Friburgo. Arendt le avisa a Mary McCarthy que los Jaspers la esperan, entonces no asegura aún, la fecha de regreso a su casa en Nueva York. La miro, me mira y suspira. Con el lápiz que compra en una de las calles de Bloomsbury, Virginia W. observa las luces azul verdes del atardecer londinense, sintiendo la extrañeza por la película Mrs. Dalloway. Al llegar a su casa, le escribe una carta a Elizabeth Barrett Browning para preguntarle si su perro Flush continúa echado a sus pies, en el número cincuenta de Wimpole Street. Mientras la escucho entretenida, le preparo un té, me acerco, rozo mi mano abierta sobre su hombro, la invito a recostarse en el sillón blanco paralelo a los últimos estantes. Está un tanto exhausta. La miro, me mira y suspira. Desde la avenida llegan algunas voces, son unas jóvenes entrando a toda prisa por la entrada principal. Se espera frío húmedo e intensas nevadas. En busca de una manta paso por mi habitación, allí está Yourcenar sobre mi mesa de luz traduciendo al francés The Waves, un libro que Virginia Woolf comienza, deja y retoma varias veces, lo mismo que les ocurre a sus lectores, dice o debiera decir Irene Chikiar Bauer en la vida por escrito.

Simone de Beauvoir es la del Segundo Sexo tal como no es la primera mujer en la Real Academia, a pesar de estar ubicada, desde hace demasiados años, en el estante central. Cuando Marguerite Y. lee este párrafo, recuerda el enojo de Simone B. y la muerte de Grace… por descuido una de sus lágrimas se libera cayendo en seco sobre una servilleta de papel. Me acerco y la contemplo con la ternura de una madre. Suspiro y pienso que las ideas tienen el derecho de llegar y partir. Subo la calefacción, me sirvo una copa de vino, las celebro. Sé que son infinitas, esquivas, distraídas, a veces solidarias. Son tan imprescindibles como las mujeres de mi vida. Se alejan, se acercan, son más.