Una anciana sentada en un jardín espera. Treinta años. En el jardín del manicomio de Montdevergues. La mujer es Camille Claudel, a quien a muchos sólo recuerdan por ser la amante del escultor Rodin, aunque ella misma era una artista magnífica. Pasado y presente se mezclan, con una prosa portentosa y unas descripciones bellísimas, en esta novela que cuenta una época (finales del siglo XIX y comienzos del XX) y una vida de manera ejemplar. No es la enfermedad de Camille, esa locura de amor, ni el estudio del entorno familiar, lo que interesa a Desbordes, es lo que no había sido dicho hasta ahora. No hay anécdota ni juicio en su novela. La autora indaga, literaria y emocionalmente, en los interiores del alma femenina, de un alma arrastrada por la belleza, de un alma despojada de toda esperanza y aún así llena de esperanza.

“Él recordará que ella caminaba a su lado, a la orilla el mar, lenta y comedida, tan prudente, con ese vestido que el viento, la brisa, levanta suavemente y, a veces, de caminar así sobre la arena de la orilla, se vuelve pesado, toma un tono más oscuro y apagado en sus pliegues; ella camina con el largo vestido azul, que la arena moja, y habla de la arena y de la brisa que viene de lejos, de la luz sobre el agua, de esa voz ronca y entrecortada que tiene ahora que hace pensar en una herida, en una rasguñadura, y tan antiguas que ni ella misma habría sabido decir cuándo y cómo se las hizo; con esa voz que tiene ahora, le habla de la luz que los envuelve, dice que todo es luz y siempre lo ha sido” (pág. 134-135)