Mirta Salafia
Es febrero y llueve sin parar. Llevo barbijo desde hace casi un año. Ya no uso maquillaje ni me interesan demasiado mis vestidos. Mi cara, las caras son una máscara sin registros de expresión. Las sonrisas, los besos al aire, el asombro, el miedo, el enojo son emociones tapadas por la fuerza mortal de un virus resistente.
Aprendo, todos los días, a prescindir. Llevo mucho tiempo sintiéndome intranquila, con la angustia que por momentos me revuelca, o es tan dulce que se asoma piadosa, a través de tibias gotas saladas por las esquinas de mis ojos. Las noches tienen sueños interrumpidos, colecciono pesadillas donde las escenas de límite o final siguen al acecho durante mis horas de vigilia. Cada vez, las noticias son más dolorosas, el virus tiene mutaciones y muchas de las personas queridas y necesarias, se mueren sin más. Las vacunas son escasas y caminan lento por el calendario.
Intento darme ánimos y ser agradecida. Mis amores próximos tienen salud, techo y comida, un gran privilegio. En realidad, al gran espanto que representa el estrago del virus, le corresponde el estrago de la miseria del mundo. Las puertas del purgatorio están más a la vista. La vida es más difícil y, es ahora donde las fuerzas de las múltiples creencias desde las religiosas a las ateas, sean científicas o intuitivas cobran relevancia y sirven para sobrevivir tanta pérdida. La naturaleza da señales de mejora, a pesar que el clima se manifiesta con crudeza y el polo norte continúa convirtiéndose en líquida transparencia.
Si bien, no es la primera pandemia que sufre el mundo, si es la más ecuménica. Una tragedia que no pudimos evitar como humanidad. Parece una paradoja. Estamos de a poco teniendo registro de la vida que ya no está, hemos dejado de desplazarnos por nuestro planeta, de disfrutar de las diferencias culturales y generacionales, de dar rienda suelta a nuestra libertad individual. Estamos colapsando por esta grave situación que nos obliga a tener que inventarnos cada día, a comenzar lentamente el duelo de lo que fuimos, sin saber bien hacia dónde vamos.
Siento que estoy más obligada a pensar la realidad y a pensar-me. Es momento de dar y exigir solidaridad, cuidado y respeto, a pesar de nuestras profundas diferencias.
Es la ética, nuestro necesario y único apelo.